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SI YO GOBERNARA EL MUNDO

Lunes 7 de noviembre de 2011| por Steven Pinker

Mi primer edicto como señor del planeta sería imponer la siguiente regla a los opinólogos: nadie puede denunciar una decadencia, una declinación o una degeneración sin proveer (1) una medición de cómo está el mundo hoy; (2) una estimación de cómo estaba el mundo en algún punto del pasado, y (3) una demostración de que (1) es peor que (2). El decreto eliminaría, primero que todo, las tediosas jeremiadas acerca de la declinación del lenguaje. El género ha estado presente durante siglos y, si los catastrofistas hubiesen estado en lo cierto, ahora andaríamos gruñendo como Tarzán. Pero no sólo vemos amplias cantidades de prosa clara y competente en medios cotidianos como las reseñas de Wikipedia y Amazon, sino que todos los días aparece un flujo de excelentes escritos, como puede atestiguarlo cualquiera que haya dedicado una mañana a sitios como The Browser y Arts and Letters Daily.
Los expertos del lenguaje confunden habitualmente sus propias rabietas con un empeoramiento del lenguaje. Hace un siglo, los editores emitían fatuas en contra de las innovaciones bárbaras, tales como “punto de vista”, “farsante”, “manejar una empresa” y “dejar de fumar”. Hace décadas, fulminaban en contra de… “arreglar” (por reparar) y los verbos “contactar” y “finalizar”. Hoy, este contrabando lingüístico es intachable, aunque no indispensable. También es vilipendiada la filtración de la nueva jerga tecnológica en el lenguaje (apalancar, incentivar, sinergia). Pero la vieja jerga tecnológica (proporcional, placebo, falso positivo, transacción) ha hecho más fácil a todos pensar en conceptos abstractos y hasta podría haber contribuido al efecto Flynn, el incesante aumento en los puntajes de CI durante el siglo XX.  Y hablando de tecnología, los Ludditas de hoy tienen poca memoria. Los padres que lamentan que los oídos de los adolescentes estén soldados a iPods y teléfonos celulares olvidan que sus propios padres se lamentaban igual respecto de ellos y sus teléfonos en el dormitorio y sus radios a transistores. No es más probable que la prosa abreviada de los tweets y los mensajes instantáneos corrompa el lenguaje o disminuya la concentración que los telegramas, los avisos de radio y las frases-gancho de la publicidad de los años pasados. El e-mail podrá parecer una maldición, pero ¿quién volvería a las estampillas, las cabinas telefónicas, el papel carbón de copia y montones de mensajes telefónicos? Y ahora, cuando los compañeros de cena pueden chequear la veracidad de cualquier afirmación en un iPhone, estamos comenzando a darnos cuenta de cuántas de nuestras creencias diarias son falsas; una valiosa lección sobre la falibilidad de la memoria.
Pero en ninguna parte es más perniciosa la confusión de un dato con una tendencia que en nuestro entendimiento de la violencia. Explota una bomba terrorista, un francotirador anda suelto, un drone errante mata a un inocente, y los comentaristas preguntan: “¿A dónde está llegando el mundo?”. Pero rara vez preguntan: “¿Cuán malo era el mundo en el pasado?”. Según casi cualquier estándar cuantitativo, el mundo del pasado era mucho peor. La tasa medieval de homicidios era 35 veces superior a la actual, y la tasa de muertes en guerras tribales era 15 veces más alta que eso. Imperios colapsados, invasiones de tribus de jinetes, las Cruzadas, el comercio de esclavos, las guerras religiosas y la colonización del continente americano tuvieron costos mortales que, ajustados por población, rivalizan o exceden a los de las guerras mundiales. En siglos anteriores a la esposa de un adúltero se le podía cortar la nariz, una menor de 7 años de edad podía ser ahorcada por robar una enagua, una bruja podía ser partida por la mitad y un marinero podía ser azotado hasta quedar hecho papilla. Fueron tan comunes los levantamientos mortíferos en la Inglaterra del siglo XVIII, que dieron origen a la expresión “to read the riot act” (ordenar el cese de una actividad), mientras que en la Rusia del siglo XIX generaron la palabra “pogrom”. Las muertes en guerras han persistido pero han disminuido dramáticamente desde su tope de posguerra en 1950. Las muertes por terrorismo son menos comunes en la actual “era del terrorismo” de lo que eran en los años ’60 y ’70, con sus habituales atentados explosivos, secuestros y balaceras por parte de diversos ejércitos, ligas, coaliciones, brigadas, facciones y frentes. Y no: no me estoy hipócritamente inclinando por mi propia “perturbadora nueva tendencia”. En el siglo XVIII, David Hume escribió: “El ánimo de culpar al presente y admirar el pasado, está fuertemente enraizado en la naturaleza humana”. (…) La gente culpa también al presente por ignorancia histórica y analfabetismo estadístico, y porque confunden los cambios producidos en sus personas (las responsabilidades de la adultez, la vigilancia paterna, los decrecimientos de la vejez) con cambios en el mundo.
Independientemente a sus causas, culpar irreflexivamente al presente es una debilidad que, aunque nunca sea ilegalizada, debiera ser resistida. Aunque comúnmente ensalzada como una señal de sofisticación, puede ser una oportunidad para una noción de superioridad personal y una excusa para la misantropía, especialmente en contra de los jóvenes. Y corroe una apreciación de las instituciones de la modernidad, como la democracia, la ciencia y el cosmopolitismo, que han hecho mucho más ricas y seguras nuestras vidas.
Este artículo forma parte de una serie en la que PROSPECT pregunta a diversas personalidades intelectuales y académicas cómo sería el mundo gobernado por cada uno de ellos. En este caso, su autor Steven Pinker es profesor de psicología de Harvard. Su último libro es ``The Better Angels of Our Nature: Why Violence Has Declined.'' (“Los Mejores Ángeles de nuestra Naturaleza: Por qué la Violencia ha Declinado”). Artículo de la revista Prospect de The New York Times Syndicate.